5/15/2006

Diario de Salomon Tauber


Me llamo Salomon Tauber, soy judío y voy a morir. He decidido poner fin a mi vida, porque ésta no tiene ya valor para mí, y no me queda nada que hacer en este mundo. Todo lo que he intentado se ha malogrado, y mis esfuerzos siempre han sido estériles. Porque el mal que yo he visto sobrevive y triunfa, y el bien se ha perdido entre el polvo y el escarnio. Mis amigos, los que sufrieron, las víctimas, todos han muerto, y los verdugos, por el contrario, andan alrededor de mí. De día veo sus rostros en la calle y por la noche contemplo el rostro de Esther, mi esposa, muerta hace mucho tiempo. He seguido viviendo, porque quería hacer una cosa, ver una cosa; pero ahora sé que no podré.
No abrigo odio ni rencor hacia los alemanes, que son un buen pueblo. Los pueblos no son malos, sólo son malos los individuos.
Burke, el filósofo inglés, tenía razón al decir: “No conozco el modo de formular una acusación contra todo un pueblo”. La culpa colectiva no existe, pues la Biblia cuenta que cuando el Señor quiso destruir a Sodoma y Gomorra por la maldad de sus habitantes, como quiera que entre ellos vivía un justo, antes hizo que se salvara el justo. Por tanto, la culpa es individual, como la salvación.
Cuando salí de los campos de concentración de Riga y Stutthof, cuando sobreviví a la “ Marcha de la Muerte” hasta Magdeburgo, donde, en abril de 1945, fue liberado mi cuerpo mientras mi alma seguía cautiva, yo odiaba al mundo. Odiaba a la gente, odiaba a los árboles y a las piedras, porque habían conspirado contra mí y me habían hecho sufrir. Y, más que nada, odiaba a los alemanes. Y seguía preguntándome, como me había preguntado durante los cuatro años precedentes, porque el Señor no los aniquilaba a todos, hombres, mujeres y niños y destruía sus ciudades y sus casas para siempre. Y como El no me escuchaba, también lo odiaba a Él y clamaba que me había abandonado a mí y a mi pueblo, al que hizo creer que era su pueblo elegido. Incluso llegué a decir que El no existía.
Pero con los años, he aprendido otra ves a amar; amar a las piedras y a los árboles, al cielo y al río que pasa por la ciudad, amar a los perros y a los gatos extraviados, amar a las hierbas que crece entre los adoquines y amar a los niños, que, al verme tan feo, echan a correr, asustados. Ellos no tienen la culpa. Hay un adagio francés que dice: “Comprenderlo todo es perdonarlo todo”. Cuando uno puede comprender a la gente, su credibilidad y su miedo, su codicia y su afán de poder, su ignorancia y su docilidad hacia el que más grita, uno puede perdonar. Sí, uno puede perdonar incluso lo que hicieron. Pero olvidar no puede.
Hay hombres cuyos crímenes están más allá de toda comprensión y, por tanto, de todo perdón. Y aquí lo malo. Porque esos hombres siguen viviendo entre nosotros, andan por las ciudades, trabajan en las oficinas, comen en las cantinas, sonríen, estrechan manos y llaman Kamerad a hombres decentes. Y que ellos, en lugar de vivir apartados de la sociedad, estén considerados como ciudadanos respetables y envilezcan a toda una nación con su maldad individual, eso es lo malo. Y en esto hemos fracasado vosotros y yo, hemos fracasado todos, y fracasado de forma miserable.
Ultimamente, con el tiempo, he vuelto a amar al Señor, y le he pedido perdón por las veces que he obrado en contra de su Ley, que son muchas.